22/12/06

Recuerdos de papel

Capítulo: 9
Recuerdos de papel

Anoche, antes de acostarme y dar por terminado un largo día, saqué una pequeña caja de cartón donde guardo una pequeña parte de mis recuerdos. Y allí, entre hojas con números de teléfono y sobres, entre direcciones y fotos, se encontraba la carta que yo estaba buscando. La primera, y última, carta de mi primer, y último, gran amor. Sabía que la tenía guardada allí, entre todas las cosas que me importan tanto como mi propia vida. Cogí el sobre abultado, con mi nombre y dirección en tinta negra corrida, dos sellos sin matasello y unos cuantos folios doblados escritos con un bolígrafo “bic” azul, normal y corriente. Y pese a ser algo tan habitual como papel y tinta, ya había olvidado las maravillas que guardaba dicho sobre en su interior. Maravillas que quizá nadie logre igualar nunca.

La hojeé lenta y atentamente, recreándome en cada palabra que ella escribió a finales de aquel otoño, que tan lejano queda de mi memoria y tan cercano aun de mi corazón. Contemplé su caligrafía mayúscula, las frases, los dibujos en los márgenes y hasta la esquina rota de la primera hoja. Me quedé embobado mirando una hoja que me mandó, que contenía los “te quiero” que ella había escrito pocos días antes, mientras hablábamos por teléfono. Y anoche leí aquella carta de la forma que nunca lo había hecho: con el tiempo a mi espalda; y recordé aquello que jamás había olvidado: que al dejarla marchar, por no poder retener aquello que no llegué nunca a tener, había perdido la mejor parte de mi vida, y que nunca jamás volvería.

Pero mi duda es si realmente nunca llegué a tenerla, o si la tuve y la perdí, como tantas otras cosas que han pasado por mi vida. Una carta como esa no se le escribe a un amigo cualquiera, a una persona a la que simplemente aprecias. La carta estaba plagada de amor. No de un amor claro, ni un amor declarado de la persona que desea estar con otra a cualquier precio. Era un amor basado en un cariño infinito, basado en cientos de pequeños subterfugios, de ternura oculta que rebosa de las letras y se te pega al alma a través de los ojos. Jamás nadie me dijo cosas tan bonitas como las que escribió en esa única carta. Y no eran palabras especiales. Nada tenían que ver con los grandes poemas que le escribí, rozando lo barroco, ni con la letra de la canción de amor más bonita jamás compuesta. Eran palabras normales, palabras comunes que cualquiera puede escribir con facilidad, pero escritas con la ternura de la persona que quizá me habrá querido cuando mi vida llegue a su fin.

Al acabar de leer recordé lo que fueron aquellos grandes tiempos para mí. Mis largas conversaciones telefónicas de horas de duración por el simple placer de escuchar aquella voz, la cantidad de versos que le dediqué a cada sentimiento que supo crear en mi, los cientos de palabras escritas cada día a su correo electrónico para que jamás sintiera que la olvidaba un solo segundo. Porque no era capaz de alejarla de mi mente en momento alguno del día, como sé que ella no me alejaba de la suya, hasta el punto de escribir su nombre en cada página de los libros que por aquella época debía atender durante 6 horas al día. Ella representó el mayor amor que he podido sentir jamás por una persona, un amor que surgió pese a que siempre fui consciente de su imposibilidad. Y pese a ello, pese a no alcanzar nunca la reciprocidad, me hizo la persona más feliz del mundo como si hubiera sido completamente correspondido.

Y ayer, al leer la carta, dudé de si realmente no había llegado a ser correspondido. Con la distancia y el tiempo uno aprende a valorar las cosas desde una perspectiva totalmente diferente, y aquella carta no era una de esas que se escriben a un amigo corriente por el simple placer de escribir. La carta era una necesidad que ella sentía de tenerme, de llegar a mí, y de enviarme una parte de su alma en forma de palabras que conservase en mi corazón toda la vida. El motivo exacto de la carta, sus sentimientos concretos, es un gran misterio para mí, que nunca podré desvelar, pues pasado tanto tiempo, ni aunque ella misma me los dijera en persona, yo podría saber si realmente eso fue lo que ella sintió, o lo que ahora desde su perspectiva actual creyó sentir. Pero no me importa, pues la duda, la posibilidad de que quizá llegase a alcanzar la meta imposible que me propuse, es todo lo que necesito para tener esa carta como mi mayor tesoro, y esa época como la mejor de mi vida.

Al final la historia de amor, como todas las historias, tuvo un final. Fue un final alegre, o al menos mucho más alegre de lo que podría haber sido. Ella encontró a su hombre ideal, y vive feliz junto a él, mientras que yo pasé a formar parte de ese pasado que sólo permanece en su memoria. Por mi parte, aprendí a superar el dolor de no tener lo que deseaba, y curé la que fue mi primera herida, mi primera cicatriz, que entró a formar parte de mi siempre cambiante personalidad. La carta me recordó lo mucho que se puede llegar a querer a una persona, y que el verdadero amor jamás pasa. Por mucho tiempo que transcurra, siempre seguirá ahí. Se aprende a vivir con la espina, con la herida. Se aprende a soportar el hecho de su imposibilidad, a convivir con ella y hasta ver el lado bueno. Puedes ignorar el sentimiento, disfrutarlo, abandonarte al dolor o sacar fuerzas de él en los peores momentos. Pero lo que nunca puedes es eliminarlo.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Preciosa entrada, una de las que mas me gusta.
¿Quien no guarda recuerdos como tesoros en una caja de cartón?
¿Y quien no tiene uno de esos sentimientos imposibles de borrar?

Solo una cosa vuelve un sueño imposible...el miedo a fracasar.

A la espera de más capítulos.

:)